La lucha del federalismo provinciano por constituir una Nación se vio opacada y finalmente neutralizada en la primera mitad del siglo XIX debido también a las rencillas y disputas internas por el poder y la preeminencia dentro del propio federalismo provinciano. Dicha disputa generó la tragedia de Barranca Yaco, benefició a los intereses oligárquicos de Buenos Aires y postergó hasta 1853 la organización federal del país.
Por Elio Noé Salcedo
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Con el atinado título de “Los Reynafé, entre López y Quiroga” (que bien podría entenderse “entre el Federalismo del Litoral y el Federalismo Mediterráneo”), en su “Breve Historia de Córdoba”, al referirse a las dificultades que tuvo el coronel José Vicente Reynafé cuando le tocó gobernar Córdoba, el historiador Roberto A. Ferrero pone en contexto esas dificultades y da algunas precisiones sobre los trágicos hechos de 1835, revisión que completa en su último libro “Los caudillos artiguistas de Córdoba”.
Al destacar las realizaciones del federal cordobés “en medio de dificultades de todo orden, que dieron a la época de Reynafé un carácter tumultuoso”, Ferrero atribuye a “la ambición de Facundo Quiroga, amo indiscutible de nueve provincias” (Norte y Cuyo), la intención “de asentar también su dominio sobre Córdoba, perspectiva ésta que resistían los Reynafé”, hombres también del federalismo mediterráneo por su ubicación geopolítica. La misma legítima ambición sostenía López desde Santa Fe, aunque la forma de dirimir dicho liderazgo no transitaría por los mejores carriles.
En medio de dicha contradicción y conflicto entre el caudillo riojano –aliado de Bustos mientras éste vivía- y Reynafé, que ahora se movía en “la órbita de Estanislao López”, se produjo uno de los episodios que más sombras echa sobre Facundo Quiroga por encima de otras que podrían cuestionar por alguna razón su accionar o pensar: el canónigo Juan Bautista Marín –diputado por Córdoba a la “Comisión Representativa” creada por el Tratado Federal de 1831 entre las provincias de Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires, “escribió a sus amigos en el Interior en marzo de 1832, instándolos a desconfiar de Buenos Aires” y concentrarse detrás de las provincias del Litoral y Córdoba “para organizar federalmente la República”. Otro tanto hizo el doctor Manuel Leiva, representante de Corrientes, con sensatos argumentos que describían el dominio que ejercía Buenos Aires a través del monopolio de la aduana porteña, entre otras consideraciones.
Quiroga entró en posesión de esa correspondencia y, en una actitud impropia, y sobre todo inconveniente para los intereses del Interior, “hizo públicas” las cartas de los representantes de Córdoba y Corrientes y se las envió a Rosas, que tuvo así “argumentos” para justificar el retiro de su representante de la Comisión Representativa y la quita de su apoyo a un Congreso Federal Constituyente, postergándolo sine die como era su propósito.
Queremos entender, sin justificarla, que la indebida conducta de Quiroga fue el resultado de la trágica disputa por el poder y la preeminencia dentro del federalismo del Interior entre Facundo Quiroga (líder en aquel momento del Federalismo Mediterráneo) y Estanislao López (gobernador de Santa Fe y líder del Federalismo del Litoral), que disputaban además el apoyo de Córdoba.
Podríamos deducir también, que aquella actitud de Quiroga fue el fruto del enojo y resentimiento que le produjo la exclusión del federalismo del Norte y Cuyo en los planes federales del Litoral y Córdoba para “organizar federalmente la República”, dada la firma del Pacto Federal de 1831 sin la participación de las demás provincias en esa primera instancia.
¿No podría haber supuesto Quiroga que, al ser dejado de lado, él también tenía derecho a negociar y pactar con Buenos Aires de acuerdo a sus propias razones políticas? Incluso podría llegar a pensarse que hasta las mismas conversaciones de Facundo con rivadavianos y unitarios en Buenos Aires, y la propia reivindicación de la Constitución de 1826 que se le atribuye -a falta de otra en ese momento-, no parecía ser precisamente una muestra de su dependencia de Rosas sino, al contrario, un desafío a Rosas, a su poder omnímodo y a su rechazo a toda organización nacional, como lo había hecho Rivadavia una década antes, a quien Quiroga había combatido por las armas. ¿No utilizaría el general Urquiza esa misma táctica política veinte años después, al establecer acuerdos tanto con federales como con unitarios, con brasileros y uruguayos, para derribar a Rosas y organizar el país bajo una Constitución Federal?
Tampoco dejemos de lado entre las razones de la inapropiada conducta de Quiroga al mostrar las cartas de un sector del Interior, la misma justificación que el propio Quiroga alega en carta a Marín (el representante cordobés) y Leiva (representante de Corrientes a la Comisión Representativa), transcriptas por Vicente Fidel López, en la que expresa, ingenuamente, estar convencido de las buenas intenciones de Buenos Aires, en quien Quiroga confía en ese momento (y con quien López había firmado otros pactos también), o a quien Quiroga supone manejar y/o tener del lado de su causa. Creemos que el problema no estaba en realizar acuerdos con Rosas sino en hacerlo por separado y no en una posición de fuerza suficiente y conducente para imponer los verdaderos designios federales a Buenos Aires.
En la carta respectiva, Facundo le dice a Marín, descubriendo en última instancia cuál es la razón transparente (aunque ingenua e impropia) de su propio comportamiento: “… Yo también soy provinciano e interesado, como el que más, en la felicidad de todos los pueblos que componen la República, en cuya línea a nadie cedo; porque aun cuando hay otros que han trabajado más que yo por el bien general (podría estar refiriéndose a Artigas, Bustos e incluso a López), ninguno dejará de confesar que no he omitido ningún género de sacrificios, estando en la esfera de mi poder”. No parece ser ésta una confesión de abandono del ideal federal. “Y si fuera efectiva la acriminación que usted hace a la provincia de Buenos Aires -le insiste a Marín-, yo sería el primero en detestar su marcha, y aun oponerme a ella del modo más formal, como lo hice el año 26 por mí solo, contra el poder del presidente de la República; pues que viendo yo la justicia de mi parte, no conozco peligro que me arredre ni que me haga desistir de buscarla…”.
Fiel a esas palabras, dos años después, Quiroga debería volver sobre sus pasos, pero ya era demasiado tarde. Lo cierto es que, como ya hemos dicho, y a pesar de la “razón histórica” que en este caso le asistía a Marín y Leiva al prevenir a otros provincianos sobre las intenciones de Rosas, la “jugada” de Quiroga impuso un retroceso tremendo al federalismo del Interior y fortaleció a Buenos Aires, contrario -con Rivadavia o con Rosas- a la organización nacional y a la reunión de un Congreso Federal Constituyente.
Tampoco es extraño que, en 1834, el Tigre sangrara todavía por la herida, debido a la consecución del conflicto con los Reynafé y con el federalismo del Litoral. En 1833, el desbaratamiento de “la sublevación de los federales del Norte y el Oeste” en Córdoba, que se le atribuye a Quiroga -apoyado por “la fracción disidente mayoritaria” del federalismo cordobés y su expresión más auténtica, la de Juan Pablo Bulnes -quien fuera la mano derecha de Bustos y “un federal consecuente toda su vida”, como sostiene Ferrero-, aquello agregó inoportuna y fatalmente más leña al fuego de las divisiones provincianas. Ni López ni Quiroga parecieron reparar en aquel momento que, de esa manera –separados de los demás o enfrentados entre sí-, favorecían invariablemente los intereses de Buenos Aires (siempre fiel a sus propios intereses).
Finalmente, el “encarnizado conflicto” tuvo el penoso desenlace que conocemos, cuando después de que el gobierno de Córdoba destituyera al Vicario apostólico Dr. Benito Lazcano (viejo aliado de Bustos también), éste “busca refugio junto a Quiroga en La Rioja”. Dicho episodio –concluye Ferrero- “desborda el vaso del resentimiento y la paciencia de los Reynafé, que no trepidan en tramar el asesinato del caudillo riojano”, con la consecuente tragedia para el federalismo mediterráneo y del Interior en su conjunto.
Incluso podría conjeturarse, sin justificarlos tampoco, que los hermanos Reynafé, dadas las aspiraciones de dominio del caudillo riojano, temían una invasión de Quiroga a Córdoba si se lo dejaba volver sobre sus pasos. Pero eso no cambia en nada la tragedia y sus móviles, ni las causas y consecuencias políticas de los actos que sus protagonistas aportan a la tragedia provinciana. En efecto, el único favorecido en todos y cada uno de los hechos comentados terminará siendo Rosas y Buenos Aires, que otra vez se saldrán con la suya.
Solo queda por saber, aparte de la lamentable desaparición de Facundo Quiroga del escenario nacional que, “fue tal la conmoción que se advirtió en todo el país por el atentado, que el gobernador de Santa Fe no se animó a seguir sosteniendo a los Reynafé” y, “librados a su suerte”, fueron arrestados y sometidos a un largo juicio.
José Antonio Reynafé falleció en las mazmorras rosistas, y Guillermo y José Vicente –que nunca quisieron acusar a nadie ni siquiera por complicidad en el crimen de Barranca Yaco, auto inculpándose en todo momento, fueron fusilados en 1837 junto a Santos Pérez, el autor material del crimen. Francisco Reynafé, que fue el único que logró escapar de la justicia rosista, murió en el combate de Cayastá en 1840.
Si Facundo había aceptado en silencio y con resignación su condena de Barranca Yaco, los hermanos Reynafé sepultaban con ellos toda la verdad sobre el crimen.
En 1837, el federalismo mediterráneo había sufrido una verdadera tragedia por la desaparición de cuatro de sus principales caudillos (Quiroga y los tres hermanos Reynafé). En 1838 sería asesinado también Alejandro Heredia, que, con el Tratado de Santiago del Estero, firmado por él, Quiroga, el santiagueño Ibarra y el salteño Moldes, había quedado al frente del federalismo mediterráneo. Y ese mismo año de 1838 moría también el gran caudillo federal santafesino Estanislao López.
Hasta 1852, el federalismo del Interior en su conjunto estaría inhabilitado para hablar, hacer y disentir, hasta que un nuevo caudillo y un nuevo representante del Interior todo, y de la mayoría de los argentinos -el entrerriano Justo José de Urquiza-, levantara las banderas que prácticamente desde 1810 habían agitado las provincias -Organización y Constitución- contra el poder arbitrario de Buenos Aires, desde la Banda Oriental a Cuyo, desde el Paraguay y el Alto Perú a Córdoba, desde el extremos noroeste andino a Santa Fe y todo el litoral platense, desde el norte, este y oeste del ex virreinato al límite sur con el desierto pampeano y patagónico.