En este 2022 se cumplieron, en mayo, 40 años del estreno en el Festival de Cannes del film de Alan Parker, basado en el disco del mismo nombre de la banda inglesa Pink Floyd. Meses después llegaría a San Juan. Había atravesado enigmáticamente el filtro de la censura de la dictadura cívico militar.
Por Cristina Pósleman
Instituto de Expresión Visual – FFHA – UNSJ
Imagen de portada: Telam
The Wall, el film de Alan Parker, se estrena en el Festival de Cannes, en mayo de 1982. Este año cumplió los cuarenta. Unos meses después llega al Cine Estornell, anticipando los primeros aires alfonsinistas. Había atravesado enigmáticamente el filtro de la censura. Como era la usanza en esas épocas, sólo había quedado como “no apta para menores de dieciocho”. No así el tema Another brick in the wall, que sí estuvo prohibido por el Comité Federal de Radiodifusión, e integró con su nombre la lista de malas influencias junto a Cocaine, de Eric Clapton, Light my fire, de The Doors, o como muchas de John Lennon y Yoko Ono. (Raro caso el de este tema musical, prohibido como track, pero filtrado en una película permitida).
La película se basa en el álbum conceptual, grabado entre abril y noviembre de 1979, bajo la dirección del productor Bob Ezrin y de los miembros del grupo musical Pink Floyd, David Gilmour y Roger Waters.
La trama es bien conocida. Se trata del viaje regresivo por la psiquis de un ídolo pop, provocado por el consumo de sustancias alucinógenas, que fija sus sufrimientos en la pérdida del padre en la guerra. Durante una hora y media nos esperan, alternadamente, escenas de animaciones (muy buen trabajo del dibujante Gerald Scarfe) y otras con personas y escenarios reales. La mayoría de ellas sigue la lógica de la tensión dramática in crescendo, por lo que no se puede decir que hay mucho de experimentación lírico cinematográfica, al menos en ese aspecto. Aunque es meritorio ese toque muy bien administrado de sarcasmo, que hace digerible la estética al límite de la caricatura, por momentos insulsa, desde la que se ha hecho la composición de los personajes. Una madre asexuada, rechoncha, sobreprotectora. Un padre muerto en la guerra. Una novia rubia, militante, hormonal; el amante de la novia, líder político, que, cabe aclarar, vemos muy poco. Jóvenes y más jóvenes alborotados. Policías, la mayoría negros. El maestro perverso y las típicas maestras zonzas y feas. Un largo video clip.
El film conserva el contenido autobiográfico y de crítica política y social que inspira los temas musicales, escritos por Waters. Pero resalta el flash, como recurso de encandilamiento visual sensual e hipnótico. Todas las marcas contextuales que se quiera, que el muro es el de Berlín, que el monstruo es el Reino Unido, que es el rock blanco, burgués y nihilista, se insinúan todo el tiempo. Pero la mezcla entre el surrealismo de las coreografías de diseño y el barroquismo macabro de las escenas del show, por ejemplo, habilitan lecturas que van más allá de la pura referencia. Esto, sumado a melodías y estribillos de mucha espesura rockera, resulta en una especie de alquimia psicodélica que reconcilia los setenta y los ochenta. El rock, esa bestia pop, sobrevive, transmuta la guerra y rescata al mundo del absurdo y el sufrimiento. Y es capaz de poner belleza y onda.
Es el inconsciente pop, que, mirado desde hoy, se ve como instancia de experimentación en donde el lema es “flashear” al precio que sea. (Que dicho de paso es coherente con la sustanciosa producción que ese film precisó). Más que la biografía de un individuo llamado Pink (Bob Geldof), es precisamente este inconsciente el que teje las líneas narrativas. Es el vehículo apto para atravesar el desdibujado viaje de vuelta a un hogar que ya no existe. En el camino de regreso del horror a este sitio espectral, viene a nuestro rescate la bestia pop y nos ofrece el antídoto frente a la podredumbre, o, lo que es lo mismo, frente al autoritarismo y la segregación: el derecho al vértigo del vuelo y la belleza psicodélica. De lo que hay que cuidarse, como aconseja por ahí el filósofo francés Gilles Deleuze. Es preciso respetar muy bien las reglas de experimentación, de otra manera, se corre el riesgo definitivo de perderse en el intento, parece sugerirnos la única consigna que palpita todo el tiempo.
La guerra ha dejado en ruinas el imperio. Pero la película no es una distopía. Los segundos finales así lo demuestran. Hay que reconocer, en esos niños jugando entre el polvo de las ruinas, con camioncitos y mofletes enrojecidos, un claro gesto de fe en el futuro, en el mundo y en la humanidad.
Algo más le reconocemos a este, déjenme que repita la expresión, álbum conceptual. Y es que la violencia ahí no es sólo dirigida al típico ejemplar inglés. También salen a escena, aunque escasísimas veces, las diversidades sexuales y raciales que habían emergido por esos años (y antes también). El “afeminado” que es arrastrado por la policía en el recital de Pink, o el allanamiento a un bar donde atosigan a golpes de palo a negros y árabes, estos ejemplos como botón de muestra, testimonian el corazoncito anti patriarcal y anticolonialista, sobre todo de Waters, que sigue firme en sus gritos de resistencia hasta el día de hoy. En ese sentido, la película queda eximida de ser considerada una simple denuncia al mal en abstracto.
Hasta ahí todo placenteramente aguantable. Van las críticas. Convengamos que la trama no es lo que se dice interesante. Una pretensión desmedida de complejidad lleva al personaje, por momentos, al límite de la obviedad. Inevitablemente surgen los reproches sobre que compleja era Mabel, la Gina Rowlands en Una mujer bajo influencia (1974), de John Cassavetes, o que complejos eran los personajes de las protagonistas de Persona (1966), de Ingmar Bergman. Incluso la música. ¡Ay de quien hubiera tenido la suerte de haber escuchado antes, otro “álbum conceptual”! El de Lou Reed, por ejemplo, que se llama Berlín (1973) y que no casualmente es del mismo productor de The Wall, o The Lamb Lies Down on Broadway (1974), de la banda Génesis. Si algo tiene de conceptual, o de experimental The Wall, es sólo la economía de diálogos, que compensa lo obvio del guion con un uso bien ajustado de las potencialidades narrativas del video clip. Pero hasta ahí nomás.
No obstante, en el balance concluimos que es mejor un mundo con esta película que otro sin ella. Un paisaje ha sido elegido para describir en una única panorámica, un siglo entero: para el veinte se reservan los vericuetos de la psiquis; y para sumar elementos al cuadro, no se trataría de cualquier psiquis, sino la de una estrella de rock. Quizás el siglo veintiuno se esboce en el paisaje desangelado de los algoritmos. Y así como allá, en medio de una atmósfera plena de alquimia edípica el rol principal lo tiene esta rock star “dadavuelta”, en el universo posthumano de los bits y la infósfera, sea la inasible figura del ávatar la que contenga la clave de quién habita este planeta cada vez más desencarnado. O quizás la atmósfera más apropiada sea una réplica sureña del gore sesentista, donde el centro de la escena esté reservado a un bizarro asesino, que, como el film de Lewis, Blood Feast (1963), se dedique a vender los miembros amputados de sus víctimas, como carne del menú de su catering.
El inconsciente, el último refugio de la humanidad, ya no existe ni en uno ni el otro de estos cines que se nos ofrecen como opción. Tampoco existe la guerra como trauma sintomatizable. Puede ser que el horror haya tomado finalmente el celebérrimo principio de realidad y lo haya hecho pedazos. Quizás hoy sea conveniente revisar otros filmes, otros viajes. Hay mucho material que, eclipsado por la pompa del cine norteamericano, permanece invisible en los archivos de otros tiempos. Acaso sea hora de desempolvarlos.