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Cada 7 de noviembre se conmemora en Argentina el Día del Canillita por el pequeño que recorría las calles voceando los titulares del día para vender un diario. Aunque haya sido romantizada por la sociedad, la figura del canillita, sinónimo de trabajo infantil y precarización laboral, simboliza a miles de niños y jóvenes que debían incorporarse tempranamente al mundo del trabajo para contribuir a la subsistencia familiar.
Por Maximiliano Martínez (*)
Cada 7 de noviembre se conmemora en la Argentina el Día del Canillita, en homenaje a una figura emblemática de la vida urbana: aquel joven que recorría las calles voceando los titulares del día y distribuyendo los periódicos que mantenían informada a la sociedad. Aunque esta profesión ha ido desapareciendo, su historia permite reflexionar sobre los cambios sociales de comienzos del siglo XX, el desarrollo de la prensa y las condiciones de vida de los sectores populares.
El origen de esta fecha se remonta a 1902, cuando el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez estrenó su obra teatral Canillita. En ella, se relata la historia de un niño de piernas flacas —de allí el apodo— que vende diarios en las calles para ayudar a su familia. La pieza, ambientada en los márgenes urbanos del Río de la Plata, ofrecía una mirada crítica sobre la desigualdad social y las duras condiciones de vida de los trabajadores. Con el tiempo, el término “canillita” trascendió el ámbito teatral para convertirse en sinónimo de vendedor de diarios.
La obra de Sánchez se inscribe en el marco de la Generación del 900, un movimiento literario y cultural que surgió en el Río de la Plata a comienzos del siglo XX. Este grupo de escritores y pensadores —argentinos y uruguayos— reflexionó sobre la identidad nacional, las tensiones sociales y los efectos de la modernización. Con una fuerte impronta realista y crítica, sus obras retrataron los conflictos morales, políticos y sociales de una época marcada por la inmigración, el ascenso de las clases medias y la desigual distribución de la riqueza.
Entre los principales representantes de esta generación se destacan, junto a Florencio Sánchez, José Enrique Rodó, autor del célebre ensayo Ariel (1900); Horacio Quiroga, cuyas Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917) exploraron la tragedia y la marginalidad humana; Leopoldo Lugones, con obras como Las montañas del oro (1897) y Los crepúsculos del jardín (1905); y Evaristo Carriego, poeta de los suburbios porteños, autor de Misas herejes (1908), quien dio voz a los barrios humildes y a los nuevos protagonistas urbanos.
La producción literaria de esta generación —en particular el teatro de Sánchez— resulta hoy una fuente histórica invaluable para comprender la vida cotidiana y las desigualdades de aquella Argentina que se presentaba al mundo como “granero del mundo” y “potencia agroexportadora”. Frente a la visión oficial de prosperidad y progreso, estas obras revelaron la otra cara del proyecto modernizador: la exclusión, la pobreza, el trabajo infantil y la desprotección de los sectores populares. En ese sentido, Canillita y otras piezas como M’Hijo el dotor (1903), En familia (1905) o Barranca abajo (1908) expusieron las tensiones entre las aspiraciones de ascenso social, la pérdida de los valores tradicionales y el desencuentro entre las clases.
A través de estos textos, los autores del 900 se convirtieron —quizás sin proponérselo— en cronistas críticos de su tiempo. Sus obras permiten observar la estructura social, los modos de vida, las contradicciones morales y las desigualdades que las estadísticas oficiales o los discursos políticos tendían a ocultar. La literatura, en este sentido, se transforma en un testimonio histórico que ilumina las zonas silenciadas del progreso.
La elección del 7 de noviembre como día conmemorativo no solo recuerda el nacimiento de la figura literaria del canillita, sino que también visibiliza un fenómeno social más amplio: el trabajo infantil y la precarización laboral en una sociedad que proclamaba modernidad y desarrollo. La figura del canillita simboliza a miles de niños y jóvenes que debían incorporarse tempranamente al mundo del trabajo para contribuir a la subsistencia familiar, mostrando la brecha entre la imagen idealizada de la Argentina próspera y la realidad de los sectores populares.
Asimismo, el canillita representa un vínculo esencial entre la prensa y el pueblo. En una época en que los diarios eran la principal fuente de información, su tarea resultaba clave para la circulación de las ideas, la formación de la opinión pública y la democratización del conocimiento. El canillita era, en ese sentido, el mediador entre la palabra impresa y la sociedad, entre la noticia y el ciudadano común.
Con el paso del tiempo, la expansión de los kioscos de diarios y, más recientemente, la digitalización de la información, transformaron profundamente esta figura. Sin embargo, el canillita persiste como símbolo de trabajo, esfuerzo y comunicación popular, y como memoria viva de una Argentina que también se construyó desde las veredas, los barrios y las voces anónimas que llevaron la palabra impresa al pueblo.
Recordar cada 7 de noviembre el Día del Canillita implica no solo reconocer la dignidad del trabajo y la función social de la prensa, sino también revisar críticamente la narrativa de la “Argentina potencia”. Las obras de la Generación del 900 desmantelaron esa imagen triunfalista al mostrar que el “progreso económico” convivía con una profunda desigualdad estructural. Mientras el país se presentaba ante el mundo como modelo de modernización y abundancia, miles de familias sobrevivían en condiciones precarias, sin acceso equitativo a la educación, la salud ni los derechos laborales. En ese contraste —entre el “esplendor exportador” y la marginalidad social— reside la vigencia de Canillita y de toda una literatura que, más allá de su valor estético, constituye una fuente histórica de resistencia y denuncia. Mirar hoy a través de esos textos es reconocer que la historia argentina no solo se escribe desde los grandes discursos del poder, sino también desde las voces humildes que, como los canillitas, hicieron oír su palabra en medio del “ruido” del progreso.
(*) Maximiliano Martínez es profesor, licenciado y magister en Historia. Es docente en la Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes de la UNSJ.