
Fachada externa de la Galería de Apolo del Museo del Louvre. Imagen generada con IA
Las coronas, tiaras y alhajas que se custodiaban en aquella galería pensada como caja de resonancia del poder monárquico francés y el interés del gobierno por recuperarlo luego del robo al Museo del Louvre, envían también un mensaje impensado para la Revolución Francesa.
Por Federico J. Asiss-González (*)
La ficción debe ser creíble, lo real no. El privilegio de lo arbitrario y de lo absurdo es potestad de lo real. Lo sucedido hace unos días en el museo del Louvre lo reafirma. En unos pocos minutos y ayudados por un brazo hidráulico dos ladrones consiguieron ingresar a la Galería de Apolo por el balcón que mira a la quai François Mitterrand y, más allá, al Sena.
Con una rapidez pasmante, dos hombres ingresaron sin demasiado esfuerzo a la galería para sustraer joyas pertenecientes, en su mayoría, a miembros de la dinastía Bonaparte. La noticia que captura la atención del mundo sigue en desarrollo por estos días, con personajes, giros narrativos e hipótesis dignos de cualquier policial. Nos atraen los hechos, mientras que los lugares por lo general no superan el rol de decorados más o menos elaborados. En el caso del Louvre, uno muy elaborado. Pero, esa ventana abalconada que hemos visto suspendida sobre un letrero cinematográfico, en el que podemos leer “Musée du Louvre. Galeries des Antiques”, nos introduce en una historia cuya antigüedad y simbolismo supera a la de las joyas robadas.
El Louvre de fortaleza a palacio
El Louvre es una vedette que se retoca cada tanto para ocultar su edad. A los ojos de un habitante de San Juan, acostumbrado a vivir en una ciudad renovada, que no nueva, hace menos de un siglo, el palacio del Louvre nos parece antiquísimo y su eclecticismo, su mezcla de épocas y estilos, se empasta en una monumentalidad apabuyante. París es también, como San Juan, una ciudad rehecha en la que es difícil encontrar indicios de que existió antes del siglo XVI. Su pasado medieval fue borrado no solo en sus edificios, sino también en la propia planta urbana. Desaparecieron las viejas calles con su tortuoso tránsito para que amplias avenidas se abrieran a la experiencia del parisino y del turista.

Si caminamos una cuadra desde el balcón del robo y nos ubicamos en el renacentista Cour carrée tampoco seremos capaces de ver nada medieval, pero estaremos parados sobre los restos de la fortaleza del Louvre. Antes que palacio real, en el siglo XII, aquel patio fue el lugar de emplazamiento de la torre real que gobernaba toda la ciudad de París. Descendiendo varios niveles aún hoy podemos ver la ruda piedra de la torre ya reducida a sus cimientos. Cada rey hizo su aporte a este sitio que era edificio de gobierno y vivienda. Algunos fueron más célebres que otros, pero ninguno tan famoso como Luis XIV, el rey Sol.
La galería de Apolo, la escena del crimen
Un incendio que sufrió el palacio en 1661 le dio la oportunidad a Luis XIV para experimentar con la arquitectura del poder. Sobre la Petite Galerie, donde estuvo la Galerie des Rois, el rey Sol resolvió levantar un nuevo edificio dedicado al dios solar Apolo, con el cual se identificaba. El oro sobre molduras y relieves, los frescos y tapices, cada detalle hace de la Galerie d’Apollon el escenario barroco ideal para experimentar la grandeza del rey Sol. En 60 metros lineales que se recorren bajo un cielorraso abovedado que cubre unos 540 m2, los arquitectos del rey hicieron el primer experimento de un estilo de arquitectura al servicio del poder que definió la galería de los espejos del palacio de Versalles medio siglo después. En esta pequeña galería parisina se configuró un estilo que acabó influyendo, incluso, en el Salón dorado del Teatro Colón de Buenos Aires con sus paredes espejadas que reflejan relieves y molduras de oro.
Las joyas, una parte del poder real
Luis XIV fue el primer mecenas de una galería que quedó inconclusa cuando decidió mudar la corte a Versalles. Entre los últimos borbones, los tumultos revolucionarios y los fracasados intentos imperiales y monárquicos, la conclusión de una galería del Louvre no pareció prioritaria hasta que la Segunda República decidió en 1848 convertir al palacio en museo y asumir el legado de los reyes de Francia como parte de la historia del Estado. Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del emperador y único presidente de aquella república, inauguró la Galerie d’Apollon unos meses antes de que resolviese hacer un golpe de Estado que lo condujo a fundar el último imperio francés como Napoleón III.

Francia cuando volvió a ser república ya nunca se planteó repudiar su herencia monárquica. Ya no se planteó, como en 1789, destruir todos los símbolos de la realeza, incluidas las tumbas de reyes medievales y modernos. Desde 1848 y hasta nuestros días, el Estado francés ha resignificado estos objetos como símbolos del poder y vehículos de un mensaje que encarna a la perfección aquel lienzo en el techo de la galería en el que Apolo vence a la serpiente Pitón. Es la manifestación plástica del triunfo del orden sobre el caos.
Hoy el Estado francés busca esas joyas como parte de su patrimonio. No solo se trata de castigar un delito o de recuperar bienes de alto valor, incluso va más allá de un interés por custodiar testimonios del pasado francés. Las coronas, tiaras y alhajas que se custodiaban en aquella galería pensada como caja de resonancia del poder monárquico y el interés del gobierno por recuperarlo envían también un mensaje impensado para 1789: el Estado francés se reconoce heredero de aquel señorío antiguo. Los reyes han muerto, que vivan los reyes.
(*) El Dr. Federico J. Asiss-González es director del PROEURO (INILFI-FFHA-UNSJ) y del PUESAD (IHRA-FFHA-UNSJ) e iInvestigador del CONICET